domingo, 27 de diciembre de 2020

El espanto de los crucifijos


¿Conocen el edificio Orriols? Es un antiguo edificio de cuatro niveles en zona 1, que seguramente tiene sus propias historias, pero, la que les voy a contar el día de hoy, sucedió muy cerca de ese edificio y solamente lo usaré como referencia. Aquella casa era el hogar de uno de los trabajadores de aquel almacén en el que se venden mochilas, manteles, gorras, telas y no se cuanta cosa más. Allí trabajaba hace algunos años quien me contó esta historia. Y había logrado alquilar un cuarto en una casa muy cercana. Estaba allí mismo en la décima avenida, incluso podía ver la enorme puerta de madera desde el mostrador de vidrio de aquel almacén. Pero la historia que les voy a contar sucedía cada noche mientras aquel joven iba a descansar a su habitación. La casa estaba realmente descuidada y vieja. Por la fría arquitectura de su interior podía adivinar que era sumamente antigua y que nunca le habían dado un mantenimiento digno. Pero le quedaba cerca, no era tan cara y nadie se metía con nadie. De hecho parecía que nadie más que él vivía allí. De no ser porque de vez en cuando escuchaba a alguien salir o por el constante martilleo de quien fuera que viviera en el cuarto de al lado, aquel joven habría estado seguro de que nadie más que él, habitaba en aquella casa. La dueña le había dado un número de cuenta para depositar lo del cuarto y no la veía ya que no se atrasaba. Vivía bastante y tranquilo. Únicamente la humedad del cuarto le molestaba. Pero en fin, solo era por las noches y algunos fines de semana que pasaba allí.

 Pero una noche de sábado, después de haber salido ya algo tarde del trabajo, sintió olor a incienso al entrar a la casa. Era marzo y no le extrañó. Ya que al estar en plena cuaresma y en la zona 1 de Guatemala aquello era todo, menos extraño. Pero lo que le llamó la atención fue que al entrar a su cuarto el olor fue muy intenso. Fue un golpe a su olfato, fue como si alguien hubiera encendido incienso dentro de su cuarto y lo hubiera cerrado. Y al él llegar y abrirlo el olor hubiera escapado. Recorrió los pasillos de la casa mientras el olor se disipaba. Era mucho como para poder entrar y cerrar. Así que dejó abierto, caminó por los pasillos y llegó al patio trasero. Solamente una vez había estado allí y fue el día en que le mostraron el cuarto. La encargada vivía al fondo de aquella casa y era a la única habitante que alguna vez había visto. Se quedó allí un rato viendo el cielo brumoso del verano capitalino y una voz lo hizo saltar del susto y salir de sus pensamientos.

 -Ay me asustó

 -Disculpe señora. Es que en mi cuarto hay un gran olor a incienso y lo abrí un rato para que se ventilara.

 -¿Olor a incienso? Ay usted no me asuste. ¿En dónde?

 -Allí en mi cuarto

-Ay no usted. Quiero ver. Vengase vamos

El joven no entendía la preocupación de la señora. Y se fue detrás de ella hasta donde se encontraba su habitación.

-Ay si usted. Como se siente olor a incienso. Espéreme aquí. Quiero ver algo.

La señora aquella, bajita y de pelo cortó, corrió hasta su cuarto y en menos de lo que se imaginó aquel joven, la señora estaba de vuelta con un manojo de llaves. Pasó de largo de su cuarto y se dirigió al que estaba al lado. Allí, una puerta tan vieja como el resto de la casa, permanecía cerrada con un candado.

 -¿No vive nadie allí?

-No, todos estos cuartos están deshabitados. Solo el suyo el mío y el de don Felipe el señor de la venta de esponjas están habitados. Y él solo lo usa como bodega, pero venga a ver.

En medio de la habitación que la señora acababa de abrir, había un incensario y dentro de él aun ardía un poco de incienso.

 -Yo no quiero asustarlo joven. Pero aquí vivía el papá de la dueña y murió hace doce años. Tuvieron que hacerle algunas misas para que descansara en paz porque no dejaba de encender incienso y se escuchaba que pasaba martillando las paredes. Mire el montón de clavos que hay en todo el cuarto. Él los ponía para colgar sus crucifijos. Tenía como cien en todo el cuarto y aun después de muerto seguíamos encontrando incienso y lo escuchábamos martillar. Pero ya había dejado de molestar. Molestar le digo porque eso no es algo normal, que feo saber que es un muerto el que hace esto ¿No cree?

El joven aquel estaba paralizado escuchándola. Efectivamente, los martillazos eran constantes en ese cuarto completamente vacío y polvoriento. Y aunque lo del incienso tenía explicación, no lo tenían los constates ruidos que se escuchaban en aquella habitación vacía y que él mismo escuchaba cada noche. Después de cerrar de nuevo aquel cuarto y de que la señora prometiera hablar con la dueña para cambiarlo de habitación, Gabriel, como se llamaba aquel joven, cerró bien su cuarto y se puso a escuchar música. La encargada le había asegurado que nunca nadie se había quejado más que del olor a incienso y el ruido de los martillazos. Que si bien era algo sobrenatural, nunca había sido dañino.

Pero eso le importó poco a Gabriel a las cuatro de la mañana que salió con su mochila rumbo a la casa de sus padres en Santa Rosa. Esa noche, cuando la música lo aburrió y decidió acostarse a dormir. El ruido de un martillo golpeando un clavo en la pared lo hizo sentarse en la cama, luego de algunos minutos comenzó el olor a incienso y decidió salir a verificar que aquella puerta estuviera cerrada. En el pasillo se encontró a la encargada que le hizo la señal de hacer silencio y lo llamó hasta donde ella estaba parada. Desde allí los dos pudieron ver debajo de la puerta la sombra de alguien moviéndose entre la habitación. La luz de lo que parecía ser una vela iluminaba desde adentro y allí mismo muy bajito se escuchaban marchas como las que llevan las procesiones.

-¿Quiere que veamos quién es? Yo sola nunca me he animado, pero si me acompaña abrimos.

La habitación estaba completamente oscura. Al abrir la descubrieron vacía y el intenso olor a incienso comenzó a salir. Gabriel no volvió a llegar. Dejó su trabajo y aquel cuarto. Se llevó únicamente su ropa y algunos trastes que su mamá le había prestado. Algunos años después regresó a vivir a la zona 1, pero se aseguró de que el lugar fuera relativamente nuevo y sobre todo, que sus vecinos estuvieran vivos.

 

Fin.

jueves, 24 de diciembre de 2020

El Misterio milagroso

 


La historia de los nacimientos guatemaltecos se remonta al año 1524 cuando la orden de los franciscanos llega al territorio nacional procedente de España. A ellos se debe esta tradición, la cual practicaban desde el siglo XII. Y que fue creada por San Francisco de Asís para conmemorar el nacimiento de Jesucristo. Aunque en ese tiempo los realizaban únicamente en las iglesias y con personas reales caracterizando los personajes. Y así inició en Guatemala también, pero se dice que el Santo Hermano Pedro promovió la elaboración de los nacimientos en los hogares antigüeños y así, por cuestiones de espacio y economía, poco a poco, la tradición fue evolucionando hasta llegar a ser lo que hoy conocemos. Figuras de distintos tamaños y ya con el toque guatemalteco del aserrín, la manzanilla, el musgo y el pashte. Se realizan en casi todos los hogares para estas fechas y hay lugares en donde su creación lleva semanas de trabajo y luego son expuestos al público. Muchos de estos nacimientos gigantes se han vuelto famosos y una visita obligada, en la capital y Antigua Guatemala, para todo aquel que guste de la tradición.

Pero como toda tradición guatemalteca, esta también tiene leyendas sobrenaturales que se comparten de generación en generación mientras se elabora. Relatos que se cuentan mientras se admira la obra terminada e iluminada por cientos de luces navideñas que parpadean dejando por algunos segundos la habitación en completa oscuridad. Cosas que se dicen y se conocen entre las familias que las cuentan como propias o de algún lejano antepasado. Y a continuación les comparto una.

Corría el año de 1964 en la Antigua Guatemala. Diciembre se acercaba rápidamente y a doña Chila se le hacía tarde para comenzar a elaborar el tradicional nacimiento que, año tras año, atraía a cientos de visitantes a la tercera calle poniente de la ciudad colonial. Todos sus vecinos y amigos estaban extrañados porque ya era hora de comenzar a ver sus carreras de aquí para allá con aserrín, nuevos pastorcitos y ovejas que año con año mandaba a hacer a la carpintería cercana. La gente ya comenzaba a preguntarle incluso a don José, el carpintero, si sabía algo. Pero no, ese año simplemente no encargó nada, ni tampoco se le veía intención de hacer algo. Fue hasta el catorce de diciembre, día en el que la posada más grande del sector visitaba su casa, que todo se supo. Doña Chila dejó afuera a la posada. Seis veces cantaron para que abriera su casa y los dejara entrar pero nada, ni siquiera salió a decir que no quería o que no podía. Simplemente los dejó afuera, tal y como le pasó a los padres de Jesús miles de años atrás. Todo el mundo hablaba de doña Chila y su extraña actitud, pero nadie se animaba a preguntarle las razones. En parte por lo mal encarada y mal genio que doña Chila mantenía y en parte porque estaba en todo su derecho. No estaba obligada a hacer nada si no quería, pero sí que era extraño. Y la madrugada del quince de diciembre, la cuadra que normalmente era tranquila a todas horas, despertó con el ruido de cosas cayendo y quebrándose en plena calle. Todo el mundo salió a ver y todo el mundo se sorprendió al ver a doña Chila aún con la ropa de dormir, tirando a media calle todo lo que un año antes había usado para la elaboración del nacimiento. Pastores, ovejas, camellos, casitas, puentes, pozos, los reyes magos e incluso a María y José. Y si aquello ya era un espectáculo escandaloso e indignante, fue peor cuando la vieron salir con el niño Dios en las manos. Un niño Dios con más de cien años de antigüedad y el cual había sido bendecido en La Merced hace un par de décadas. Los gritos de mujeres y hombres no bastaron ni evitaron que doña Chila tirara a la valiosa imagen sobre el bulto que formaban todas las cosas del nacimiento del año anterior. Don José el carpintero fue el único que se acercó y se atrevió a preguntarle si pensaba tirarlo todo. Y que si era así, él estaba dispuesto a pagarle por todas las cosas. A lo que doña Chila respondió:

-No don José, no lo pienso tirar. Lo voy a quemar todo.

Los gritos de nuevo se escucharon en toda la cuadra cuando una pequeña explosión hizo retroceder a don José, quien hasta ese momento sintió el olor del aceite quemándose. Era demasiado tarde, todo aquello había sido empapado con aceite y ardía ante la incrédula mirada de los vecinos y amigos de doña Chila. Quien parecía haberse vuelto loca y a quien las llamas le hacían brillas los ojos mientras se dibujaba una extraña sonrisa en su rostro. Las llamas no tardaron mucho en quemarlo todo y reducirlo a cenizas. Ni doña Chila ni los vecinos se habían apartado de aquella fogata siniestra, querían ver cuál era el siguiente paso de la señora que veía con satisfacción la pila de ceniza en la que todo se había convertido. Sin decir nada se volteó en dirección a su casa y enseguida volvió con una escoba, una pala y un costal. Estaba dispuesta a recogerlo todo y terminar con aquello. Pero con el primer escobazo la calle se inundó con la expresión de asombro de los vecinos y de la misma doña Chila. Debajo de la ceniza de las ovejas, de los pastores, de los camellos y de todo lo demás, asomó la mano intacta del niño Dios. Un escobazo más terminó por descubrirlo y junto a él, la imagen de María y la de José. También intactas. Únicamente con algunas manchas de ceniza. Aquello era imposible, las tres imágenes estaban hechas por completo de madera y habían sido empapadas con aceite como todo lo demás. Pero estaban intactas y de inmediato todos los que veían aquel espectáculo lo tomaron como un milagro. Don José se agachó de rápidamente y tomó al niño Dios entre sus brazos. Aún estaba intensamente caliente debido a las llamas y un escobazo de doña Chila casi lo hace caer, pero logró alejarse y algunos vecinos más se atrevieron a rescatar las otras dos imágenes a pesar de los escobazos que doña Chila soltaba furiosa. La policía tuvo que intervenir, y después de escuchar una y otra vez a los vecinos llegaron a la conclusión de que doña Chila quería deshacerse de sus cosas y estaban tiradas a media calle. Así que no era robo como ella decía a gritos antes de que la obligaran a meterse a su casa. Don José y algunos vecinos revisaron las imágenes que poco a poco se fueron enfriando. Estaban intactas, únicamente querían algo de limpieza y pintura. Pero la madera no había sido dañada por las llamas. Luego de una restauración, el Misterio, como les llaman a Jesús, María y José juntos, fue donado a un convento en el que permanecen resguardados y son movidos únicamente para las posadas internas de fin de año. El misterio milagroso le llaman quienes conocen la historia de aquellas imágenes que sobrevivieron al fuego. Doña Chila se fue del lugar unos días después, nadie sabe lo que sucedió ni lo que la llevó a hacer aquellas cosas, pero se rumora de locura o de algo más oscuro. Quienes vivieron aquello lo contaron a sus nietos y así fue pasando de generación en generación hasta llegar a mí. Y ahora lo comparto con ustedes.

Fin.

martes, 22 de diciembre de 2020

El espanto del tanque San José

 


Aún después de muchos años sin uso, los lavaderos del tanque San José, ubicados al final de la llamada avenida de los árboles en zona 1 de Ciudad Guatemala, siguen dando de que hablar entre los vecinos del sector. Hace poco más de un año, los largos lamentos de una mujer mezclados con el aullido de un animal al que fue imposible identificar despertaron a más de uno con los pelos de punta. La Llorona dijeron unos, la Siguanaba dijeron otros pero nadie se atrevió a salir y ver de qué se trataba. Pero desde ese día, el sonido del agua cayendo y corriendo por las madrugadas en aquellos lavaderos abandonados hace décadas, los siguió despertando. Nadie se explicaba que era lo que sucedía y para ser sinceros nadie quería saberlo tampoco. Hasta que don Urbano, vecino del sector, decidió salir la noche del catorce de noviembre para ver con sus propios ojos de que se trataba.

Por la silenciosa calle lo único que corría era el viento que movía las copas de los árboles que oscurecían aún más la noche. La esposa de don Urbano pasó varios días intentando convencerlo de que no era buena idea salir. -Esas cosas son cosas de espíritus y por algo es que nadie quiere salir. No seas necio-le decía, pero era por demás. Don Urbano estaba decidido a salir el catorce de noviembre, fecha que se le ocurrió al azar y que de paso no olvidará jamás.

Las últimas personas buscando el camino a casa hicieron que don Urbano se metiera a la suya aquella noche. Había estado desde las ocho saliendo y entrando nervioso. Abría la puerta y cuando alguien se acercaba caminando se entraba y la cerraba. Ni siquiera cenó para molestia de doña Hilda que insistía en que no tenía que salir, que nadie se lo estaba pidiendo y que hiciera lo mismo que hacían todos cuando el sonido comenzaba. Enchamarrarse y ponerse en oración. Pero, don Urbano estaba decidido a ver, por el mismo, que producía aquel sonido de agua cayendo y corriendo en los lavaderos que al amanecer, estaban completamente secos.  Y se llegó la madrugada. Después de seis tazas de café y la misma cantidad de veces yendo al baño, dieron por fin las dos horas y treinta minutos de la madrugada. El sonido comenzó como siempre, pero esta vez fueron dos largos lamentos de mujer los que casi hacen ceder a don Urbano de sus intenciones. Pero después de algunos minutos solamente se escuchaba el inconfundible sonido del agua cayendo y luego corriendo.  

-Ya, voy a salir

-Sí, y yo voy con vos

Doña Hilda se había puesto su mañanera para el frío y un rosario enorme de esos que brillan en la oscuridad en el cuello.

-No ¿Cómo vas a creer? Aquí quédate y me esperas. Cualquier cosa me abrís rápido la puerta.

-No seas necio. O salís conmigo o no salís. Ya que seguís necio yo te voy a acompañar

Don Urbano no insistió más. Conocía bien a su esposa y sabía que las cosas eran así como ella decía. Abrieron la enorme puerta de madera que rechinó aún más fuerte que el sonido del agua. Frente a ellos, el tanque San José en casi completa oscuridad, pero al parecer, en total actividad.

Doña Hilda se persignó, don Urbano tomó con fuerza un pequeño machete que había afilado durante días y ambos se atravesaron la calle escondidos entre las sombras de los árboles. Mientras se acercaban el sonido del agua era más y más claro y podían sentir su olor. Pero también les pesaban las piernas e intentaban contener el aliento. Las pequeñas puertas y las bajas paredes que rodean el lugar no los iban a proteger al estar frente al lugar, así que se acercaron por uno de sus lados. Don Urbano intento alejar con una mano a su esposa para que lo esperara en un lugar seguro, pero esta la retiró con su propia mano y siguió adelante con el rosario entre la boca. Ambos temblaban de miedo, pero ambos querían saber de qué se trataba, así que sin pensarlo mucho, don Urbano encendió su linterna, iluminó en dirección a donde se escuchaba el agua caer y gritó:

-¿Quién putas anda chingando?

El tanque principal, que es el que abastece a las pequeñas pilas  que lo rodean, estaba completamente lleno de agua y justo en medio, una figura blanca se sumergió salpicándolo todo y lanzando un espeluznante grito que despertó incluso a aquel que tuviera el sueño más pesado entre todos los vecinos. La pareja de esposos se quedó paralizada mientras veían a aquel espectro nadando en círculos entre el agua del tanque. Con cada círculo que completaba se hacía más y más pequeño hasta que se volvió tan diminuto que fue imposible verlo y desapareció, llevándose con él o ella toda el agua del lugar.

Cuatro semanas tardó el malestar de don Urbano y doña Hilda. Pero el 14 de diciembre recibieron la posada en su casa y el malestar desapareció. Todos los vecinos sabían ya la historia, incluso el sacerdote de la iglesia de San José se enteró y prometió ir a bendecir el lugar. Pero aquella noche, mientras servían los tamales y el ponche en la posada, volvieron a contar lo que vivieron aquella noche. Doña Hilda no se arrepiente de haber acompañado a su esposo, pero don Urbano si se arrepiente de ponerla y ponerse en riesgo frente a algo que aún hoy no comprenden. Pero que a más de un año de sucedidos los acontecimientos, no volvió a aparecerse por el sector.

 

Fin.

domingo, 20 de diciembre de 2020

El fantasma del hospital San Juan de Dios

 

-Doc., présteme un quetzal. Es que quiero llamar a mi familia.

 

Esto fue lo que un médico del hospital General San Juan de Dios escuchó detrás de él, aquella noche despues de despedirse de sus compañeros al finalizar su turno. El médico se volteó y se topó con la cara conocida de un paciente que tenía complicaciones después de una operación. Ya se había ido a su casa luego de la intervención, pero no saben qué fue lo que pasó y volvió dos días después con una grave infección y con la sutura rota. Después de una nueva intervención fue llevado a el área de Cirugía de hombres y allí se recuperaba. Aquella tarde ese paciente le había preguntado a ese mismo médico si se podía bañar y por eso lo recordaba muy bien cuando volteó y se lo encontró parado detrás de él pidiéndole un quetzal para llamar a su familia. Fernando, que es así como aquel médico se llama, buscó entre sus cosas una moneda. Lo hizo con algo de molestia, se quería ir cuanto antes. Era época navideña y debía llegar a una cena a las ocho de la noche y eran ya las siete. Pero disimuló bastante bien su molestia y se sacó dos monedas de quetzal y le dijo amablemente "pero después se va a acostar ya. No tiene que andar esforzándose tanto" aquel hombre de pelo colocho, bajito y moreno, dibujó una sonrisa en el rostro y agradeció al médico. "Dios lo bendiga" le dijo antes de que el médico agradeciera y buscara rápidamente la salida del hospital.

Eran las 7:15 cuando salió del conocido lugar en zona 1 de Ciudad Guatemala. Fue a su reunión, celebró y llegó al otro día ya con mejor ánimo al hospital. A eso de las nueve de la mañana tenía que pasar visita y recordó por un instante al hombre. Sentía un poco de pena por la forma en que le había dado las monedas. En realidad había disimulado bien la molestia, pero tenía pena de haberle hablado mal o algo. Así que llevaba otro par de monedas para dárselas por si quería llamar otra vez. Después de todo aún faltaba un día más para que su familia llegara a verlo. Pasó visita uno a uno a sus pacientes. Algunos ya con salida, sonrisas y agradecimientos y otros aún delicados, pero, cuando llegó a la cama de aquél hombre, esta estaba vacía, arreglada y limpia. Lista para un próximo desafortunado que la ocuparía pronto. Fernando preguntó por el paciente e intentó recordar si alguien le había actualizado su condición. Pero no, desde la noche anterior que lo vio nadie más le dijo nada sobre él. Así que comenzó a averiguar.

Wilmer Caal era el nombre de aquél hombre y había muerto un día antes a las seis con treinta minutos de la tarde. Pero era imposible, Fernando recordaba haberlo visto más tarde. Recuerda haber visto el reloj de su carro dando las 7:15 al salir del hospital y llegó incluso a recorrer el tramo en donde se encontró a Wilmer y tomar el tiempo para estar seguro que no había sido antes. Pero no, él lo había visto definitivamente a las siete y se había ido a las siete con quince minutos. El hombre había muerto súbitamente y fue encontrado a las seis con treinta minutos, así que, incluso cabía la posibilidad de que hubiera muerto unos veinte minutos antes de la hora en que fue encontrado. Nada de aquello tiene sentido aún y fue completamente real. Un paciente habló con su médico varios minutos después de muerto y le pidió dos monedas para llamar a su familia.

"Por suerte se las di" cuenta Fernando entre risas y reflexión, pensando en que vivió una historia más, de las muchas que se cuentan en los pasillos de los hospitales del mundo.

 

Fin.


miércoles, 16 de diciembre de 2020

Detrás del cuadro


Conocí a una familia que habitaba en el edificio el Centro. Eran mis vecinos en los primeros años en los que viví solo en zona 1. Su hijo tenía cinco años y debieron mudarse porqué el niño decía que detrás de un cuadro que tenía en su cuarto vivía un niño que no lo dejaba dormir. Los padres estaban convencidos de que era su imaginación y aunque el cuadro lo había pintado su abuelo directamente para el niño, lo quitaron y pusieron otro que el niño escogió. Era uno de gatos y perros muy bonito. Pero, a los días el niño volvió a decir que aquel niño de nuevo no lo dejaba dormir. Que salía del cuadro y lo molestaba para no dejarlo dormir. Se volvió un problema porque aunque cambiaron de cuadro incluso por uno de Jesús el niño se seguía negando a dormir en su cuarto porque de atrás de aquél cuadro salía el niño cada noche a molestarlo. Al final se fueron de allí, el niño no los dejaba dormir y aunque pintaron varias veces la pared aquella, la mancha que intentaban cubrir con los cuadros no se iba. Siempre volvía a aparecer y el niño que lo molestaba, según él, aparecía cada noche. Así que aquello no era vida ya para ninguno. Se fueron. Me enteré un par de semanas después que vivían en zona 2 y que de nuevo la calma había vuelto a su hogar. Pero, también me enteré un tiempo después, de que en el apartamento vecino, un niño de doce años había muerto luego de una larga enfermedad. Y que la cama en donde había muerto, estaba justo detrás de la pared en donde aquella familia colgaba unos años después aquellos cuadros. ¿Casualidad? No sé. Pero sí que te deja mucho en que pensar.

Noches de luna llena

Mientras el pueblo se preparaba para dormir...